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En La vida de los termes
Es bastante inquietante comprobar que cada vez que
la Naturaleza da un ser, que parece inteligente, el instinto social,
amplificando, organizando la vida en común, que tiene por punto de
partida la familia, las relaciones de madre a hijo, es para conducirle, a
medida que la asociación se perfecciona, a un régimen cada vez más
severo, a una disciplina, a compulsiones, a una tiranía de las más
intolerantes e intolerables, a una existencia de fábrica, de cuartel o
de prisión, sin descanso, sin tregua, utilizando implacablemente, hasta
el agotamiento y hasta la muerte, todas las fuerzas de sus esclavos,
exigiendo el sacrificio y la desgracia de todos sin provecho ni
felicidad de nadie, para no llegar más que a prolongar, a renovar y a
multiplicar en el horizonte de los siglos una especie de desesperación
común. Se diría que estas ciudades de insectos, que nos preceden en el
tiempo, han querido ofrecernos una caricatura, una parodia anticipada de
los paraísos terrestres hacia los cuales se encaminan la mayor parte de
los pueblos civilizados; y se diría, sobre todo, que la Naturaleza no
quiere la felicidad.
Pero he ahí millones de años en que los termes se
elevan hacia un ideal que parece están a punto de alcanzar. ¿Qué pasará
cuando lo hayan realizado enteramente? ¿Serán más felices, saldrán, al
fin, de su prisión? Es poco verosímil, porque su civilización, lejos de
desplegarse en medio del día, se recluye bajo tierra a medida que se
perfecciona. Tenían alas, y ya no las tienen; tenían ojos, y han
renunciado a ellos; tenían un sexo -los más atrasados, los Calotermes,
por ejemplo, lo tienen todavía-, y lo han sacrificado. En todo caso,
cuando hayan alcanzado el punto culminante de su destino, acontecerá lo
que siempre acontece cuando la Naturaleza ha sacado de una forma de vida
todo lo que podía obtener de ella. Un ligero descenso de temperatura de
las regiones ecuatoriales, que será igualmente un acto de la
Naturaleza, destruirá de un solo golpe, o en muy poco tiempo, toda la
especie, de la cual no quedarán más que vestigios fosilizados. Y todo
recomenzará, todo habrá sido, una vez más, inútil, a menos que en alguna
parte no sucedan cosas, no se acumulen resultados de los cuales no
tenemos la menor noción, lo que es poco probable, pero, después de todo,
posible. Si esto es posible, apenas experimentaremos los efectos de
ello. Si consideramos las eternidades anteriores y los innumerables
cambios que han ofrecido a la Naturaleza, parece evidente que
civilizaciones análogas o fácilmente superiores a la nuestra han
existido en otros mundos y quizás aún sobre esta tierra. ¿Se ha
aprovechado de ellas nuestro ascendiente, el hombre de las cavernas, y
nosotros mismos hemos sacado alguna ventaja? Es posible; pero tan mínima
y enterrada a tales profundidades en nuestro subconsciente, que es bien
difícil darnos cuenta de ello. Pero aunque así fuese, no habría habido
progreso, sino regresión, esfuerzos vanos y pérdidas sensibles.
Por otra parte, se puede pensar que si uno de estos
mundos que pululan en los cielos hubiese alcanzado en los milenarios
transcurridos o alcanzase en este momento lo que apuntamos, se sabría.
Los vivientes que lo habiten, a menos que fuesen
monstruos de egoísmo, lo que no es apenas plausible cuando se es tan
inteligente como sería menester que fuesen para llegar adonde suponemos
que se encuentran, habrían tratado de hacernos sacar provecho de lo que
hubiesen aprendido, y teniendo una eternidad detrás de ellos, habrían
llegado, sin duda, a ayudarnos, a sacarnos de nuestra sórdida miseria.
Habiendo, probablemente, superado la materia, es muy verosímil que estos
seres se muevan en regiones espirituales donde el tiempo y la distancia
ni influyen ni ofrecen obstáculos. ¿No es razonable creer que si
hubiese existido en el universo algo soberanamente inteligente, bueno y
feliz, las consecuencias hubiesen acabado por hacerse sentir de mundo en
mundo? Y si esto no ha ocurrido nunca, ¿por qué vamos a esperar que
ocurra?
Las más bellas morales humanas están todas fundadas
sobre la idea de que es preciso luchar y sufrir para purificarse,
elevarse y perfeccionarse; pero ninguna trata de explicar por qué es
necesario empezar de nuevo sin cesar. ¿Dónde va, pues, en qué abismos
infinitos se pierde, desde eternidades sin límites, lo que se ha elevado
en nosotros y no ha dejado vestigios? ¿Por qué si el Anima Mundi es
soberanamente sabia ha querido estas luchas y estos sufrimientos que
jamás han llegado y que, por consecuencia, jamás llegarán al fin? ¿Por
qué no haber puesto, al primer esfuerzo, todas las cosas al punto de
perfección a que nosotros creemos que tienden? ¿Por qué es preciso
merecer su dicha? Pero ¿qué méritos pueden tener los que luchan o sufren
mejor que sus hermanos, puesto que la fuerza o la virtud que les anima
no la tienen más que porque un poder exterior la ha puesto en ellos más
propiciamente que en otros?
Evidentemente, no es la comejenera donde
encontraremos respuestas a estas preguntas; pero ya es mucho que ella
nos ayude a plantearlas.
II
El destino de las hormigas, de las abejas, de los termes, tan pequeño
en el espacio, pero casi sin límites en el tiempo, es un hermoso
resumen, es, en suma, nuestro destino entero que tenemos un instante,
reunido por los siglos, en el hueco de la mano. Por esto es bueno
escrutarlo. Su suerte prefigura la nuestra, y esta suerte, a pesar de
los millones de años, a pesar de las virtudes, del heroísmo, de los
sacrificios que en nosotros serían calificados de admirables, ¿se ha
mejorado? Se ha estabilizado un poco y asegurado contra ciertos
peligros, ¿pero es más feliz y el mezquino salario paga la inmensa pena?
En todo caso, permanece sin cesar a la merced del menor capricho de los
climas.
¿A qué tienden estos experimentos de la Naturaleza?
Lo ignoramos, y ella misma no tiene trazas de saberlo, porque si
tuviese un fin habría aprendido a lograrlo en la eternidad que precede a
nuestro momento, visto que la que seguirá tendrá el mismo valor o la
misma extensión que la que ha transcurrido, o más bien, que las dos no
forman más que una, que es un eterno presente en el cual todo lo que no
ha sido alcanzado no lo será jamás. Cualesquiera que sean la duración y
la amplitud de nuestros movimientos, inmóviles entre dos infinitos,
permaneceremos siempre en el mismo punto en el espacio y en el tiempo.
Es pueril preguntarle adonde van las cosas y los
mundos. No van a ninguna parte: han llegado ya. Dentro de cien mil
millones de siglos, la situación será la misma que hoy, la misma que era
hace otros cien mil millones, la misma que era desde un comienzo que,
por otra parte, no existe y que existirá hasta un fin que no existe
tampoco. En el universo material o espiritual no habrá nada más, nada
menos. Todo lo que podremos adquirir en todos los dominios científicos,
intelectuales o morales, ha sido inevitablemente adquirido en la
eternidad anterior, y todas nuestras adquisiciones nuevas no mejorarán
más el porvenir que las que las han precedido han mejorado el presente.
Simples partículas del todo, en los cielos, sobre la tierra, o en
nuestros pensamientos, no serán semejantes, pero se encontrarán
reemplazados por otras que habrán llegado a ser semejantes a las que han
cambiado y el total será siempre idéntico a lo que existe y a lo que
existía.
¿Por qué no es todo perfecto, puesto que todo
tiende a la perfección y ha tenido la eternidad para llegar a serlo?
¿Hay, pues, una ley más fuerte que todo, que jamás lo ha permitido y,
por consecuencia, nunca lo permitirá en no importa cuál de los miles de
mundos que nos rodean?
Porque si en uno solo de estos mundos el fin al
cual tienden hubiese sido alcanzado, parece imposible que los otros no
hubiesen sentido el efecto.
Se puede admitir la experiencia o la prueba que
sirve para alguna cosa; pero no habiendo llegado nuestro mundo después
de la eternidad a ser más que lo que es, ¿no está demostrado que la
experiencia no sirve de nada?
Si todas las experiencias recomienzan
incesantemente, sin que nada llegue a su fin, en todos los astros que se
cuentan por cientos de miles de millones, ¿es esto más razonable porque
es infinito e inconmensurable en el espacio y en el tiempo? ¿Es menos
vano un acto porque carece de límites?
¿Qué decir contra esto? Casi nada, sino que no
sabemos lo que pasa en la realidad, fuera, encima, debajo y aun dentro
de nosotros. En rigor, es posible que en regiones de las que no tenemos
idea alguna, desde tiempos sin principio, todo se mejore, nada se
pierda: de ello nunca nos damos cuenta en esta vida. Pero desde que
nuestro cuerpo, que enturbia los valores, no está mezclado en la
cuestión, todo deviene posible, todo llega a ser ilimitado como la
eternidad misma, todos los infinitos se compensan y, por consecuencia,
todas las probabilidades renacen.
III
Para consolarnos diremos que la inteligencia es la facultad con ayuda
de la cual comprendemos finalmente que todo es incomprensible, y
consideramos las cosas desde el fondo de la ilusión humana. Esta ilusión
es, quizás, también, después de todo, una especie de verdad. En todo
caso, es la única que podemos alcanzar; porque hay siempre, al menos,
dos verdades: la una que está demasiado alta, que es demasiado inhumana,
demasiado desesperada y no aconseja más que la inmovilidad y la muerte,
y la otra que sabemos es menos verdadera, pero que poniéndonos
anteojeras, nos permite marchar rectos hacia adelante, interesarnos por
la existencia y vivir como si la vida que debemos seguir hasta el fin
pudiera conducirnos a otro lugar que a la tumba.
Desde este punto de vista es difícil negar que los
ensayos de la Naturaleza , de los cuales hablamos en este momento,
parecen aproximarse a un cierto ideal. Este ideal, que no es malo
conocer a fin de despojarnos de algunas esperanzas dañosas o superfluas,
no se manifiesta, en ninguna otra ocurrencia sobre esta tierra, tan
claramente como en las repúblicas de los himenópteros y de los
ortópteros. Dejando aparte los castores, cuya raza ha desaparecido casi y
que apenas podemos estudiar, de todos los seres vivos que está a
nuestro alcance observar, las abejas, las hormigas y los térmites son
los únicos que nos ofrecen el espectáculo de una vida inteligente, de
una organización política y económica que, partiendo de la rudimentaria
asociación de una madre con sus hijos, ha llegado gradualmente en el
curso de una evolución, de la cual encontramos aún -como ya hemos
dicho-, en las diversas especies, todas las etapas, a una cumbre
elevadísima, a una perfección que desde el punto de vista práctico y
estrictamente utilitario, desde el punto de vista de la explotación de
las fuerzas, de la división del trabajo y del rendimiento material, no
hemos alcanzado todavía. Nos descubren también al lado de la que
encontramos en nosotros mismos, pero que sin duda es demasiado
subjetiva, una paz bastante inquietante del Anima Mundi, y es, en último
análisis, el interés verdadero de estas observaciones entomológicas
que, privadas de este fondo, podrían parecer bastante pequeñas, ociosas y
casi infantiles, enseñándonos, no obstante, a desconfiar de las
intenciones del universo a nuestro modo de ver; tanto más, cuanto que
todo lo que la ciencia nos, enseña nos impele solapadamente a
reconciliarnos con estas intenciones que ella se jacta de descubrir. Lo
que dice la ciencia, es la Naturaleza o el universo quien se lo dicta;
no puede ser otra voz, y esto no es tranquilizador, no es propio para
dar confianza y seguridad, pues hoy día estamos demasiado inclinados a
no escuchar más que a ella sobre puntos que no son de su dominio.
Los axiomas fundamentales de la ciencia actual
afirman que es preciso subordinarlo todo a la naturaleza y singularmente
a la sociedad. Es muy natural pensar y hablar así. En el inmenso
aislamiento, en la inmensa ignorancia en que nos debatimos, no tenemos
otro modelo, otro punto de referencia, otra guía, otro maestro que la
Naturaleza , y quien algunas veces nos aconseja apartarnos o rebelarnos
centra ella, es también ella misma. ¿Qué sería de nosotros, adonde
iríamos si no la escuchásemos?
Los termes se encontraron en el mismo caso. No
olvidemos que nos preceden en varios millones de años. Tienen un pasado
incomparablemente más antiguo, una experiencia incomparablemente más
vieja que la nuestra. Desde su punto de vista, en el tiempo, somos los
últimos venidos, casi niños recién nacidos. ¿Objetaremos que los termes
son menos inteligentes que nosotros? No tenemos derecho a suponerlo
porque no tengan locomotoras, transatlánticos, acorazados, cañones,
automóviles, aeroplanos, bibliotecas y alumbrado eléctrico. Sus
esfuerzos intelectuales, lo mismo que los de los grandes sabios del
Oriente, han tomado otra dirección, he ahí todo. Si no se han inclinado,
como nosotros, del lado de los progresos mecánicos y de la explotación
de las fuerzas de la Naturaleza, es porque no tenían necesidad de ello,
porque dotados de una potencia muscular formidable, dos o trescientas
veces superior a la nuestra, no entreveían la utilidad de expedientes
para venir en ayuda de ella a multiplicarla. Es igualmente cierto que
sentidos cuya existencia y extensión apenas suponemos, les dispensan de
una multitud de auxiliares, de los cuales no podemos nosotros
prescindir. En el fondo, todos nuestros inventos no nacen más que de la
necesidad de socorrer nuestras debilidades y dolencias. En un mundo en
que todos gozasen de salud, donde jamás hubiese habido enfermos, no se
encontraría huella alguna de una ciencia que, entre nosotros, ha
superado a la mayor parte de las otras, queremos decir la medicina y la
cirugía.
IV
Por otra parte, ¿es la inteligencia humana el único canal por donde
pueden pasar, el único lugar por donde pueden abrirse paso las fuerzas
espirituales o psíquicas del Universo? ¿Es a causa de la inteligencia
por lo que estas fuerzas, las más grandes, las más profundas, las
inexplicables y las menos materiales, se manifiestan en nosotros, que
estamos convencidos de que ella misma es la corona de esta tierra y
quizás de todos los mundos? ¿No es extraño y hostil a nuestra
inteligencia todo lo que hay de esencial a nuestra vida hasta el fondo
de la vida misma? Y esta inteligencia misma, ¿es otra cosa que el nombre
que damos a una de las fuerzas espirituales que menos comprendemos?
Probablemente hay tantas especies o formas de inteligencia como hay
seres vivos o más bien existentes, porque los que llamamos muertos viven
tan bien como nosotros, y nada prueba sino nuestra jactancia o nuestra
ceguera que una de ellas es superior a la otra. El hombre no es más que
una burbuja que se cree la medida del Universo.
Además, ¿nos damos cuenta de lo que han inventado
los termes? Sin maravillarnos una vez más de sus construcciones
colosales, de su organización económica y social, de su división del
trabajo, de sus cortes, de su política, que va desde la monarquía a la
oligarquía más flexible; de sus aprovisionamientos, de su química, de
sus instalaciones, de su calefacción, de su reconstitución del agua, de
su poliformismo; como nos preceden en varios millones de años, nos
preguntamos: ¿no habrán pasado por pruebas que probablemente tendremos a
nuestra vez que vencer? ¿Sabemos si el trastorno de los climas en las
épocas geológicas en que habitaban el Norte de Europa, puesto que sus
huellas se encuentran en Inglaterra, en Alemania y en Suiza, no les ha
obligado a adaptarse a la existencia subterránea que gradualmente
condujo a la atrofia de sus ojos y a la ceguera monstruosa de la mayor
parte de ellos? ¿No nos aguardará la misma prueba dentro de algunos
milenarios, cuando tengamos que refugiarnos en las entrañas de la tierra
a fin de buscar allí un resto de calor, y quién nos dice que no la
venceremos tan ingeniosa y victoriosamente como ellos lo han hecho?
¿Sabemos cómo se entienden y comunican entre sí; cómo, a continuación de
algunas experiencias, de algunos tanteos, han llegado a la doble
digestión de la celulosa? ¿Sabemos lo que es la clase de personalidad,
de inmortalidad colectiva, a la cual hacen sacrificios inauditos y de la
que parecen gozar de una manera que ni siquiera podemos concebir?
¿Sabemos, en fin, cómo han adquirido el prodigioso polimorfismo que les
permite crear, según las necesidades de la comunidad, cinco o seis
tipos de individuos tan diferentes, que no parecen pertenecer a la misma
especie? ¿No es una invención que profundiza más en los secretos de la
Naturaleza que la invención del teléfono o de la telegrafía sin hilos?
¿No es un paso decisivo en los misterios de la generación y de la
creación? ¿Dónde estamos nosotros en este punto, que es el punto vital
por excelencia? No solamente no podemos engendrar a voluntad un macho o
una hembra, sino que, hasta el nacimiento del niño, ignoramos
completamente el sexo que tendrá, mientras que si supiésemos lo que
saben estos desgraciados insectos, produciríamos a nuestro gusto
atletas, héroes, trabajadores, pensadores, que especializados hasta el
extremo, desde antes de su concepción y verdaderamente predestinados, no
serían comparables a los que tenemos. ¿Por qué no hemos de lograr un
día hipertrofiar el cerebro, nuestro órgano específico, nuestra sola
defensa en este mundo, como los termes han logrado hipertrofiar las
mandíbulas de sus soldados y los ovarios de sus reinas? Hay en eso un
problema que no debe ser insoluble. ¿Sabemos lo que haría, hasta dónde
iría un hombre que fuese no más que diez veces más inteligente que el
más inteligente de nosotros, por ejemplo, diez veces más potente
cerebralmente que un Pascal o un Newton? En algunas horas este hombre
franquearía en todas nuestras ciencias etapas que nosotros
necesitaremos, sin duda, siglos para recorrer, y franqueadas estas
etapas, comenzaría, quizás, a comprender por qué vivimos, por qué
estamos sobre esta tierra, por qué son necesarios para llegar a la
muerte tantos males, tantos sufrimientos; por qué creemos sin razón que
tantas experiencias dolorosas son inútiles; por qué tantos esfuerzos
realizados en eternidades anteriores no han llegado a producir más que
lo que vemos, es decir, una miseria sin nombre y sin esperanza. Por el
momento, ningún hombre en este mundo es capaz de dar a estas preguntas
una respuesta que no sea irrisoria. Descubriría, quizás, de una manera
tan cierta como se ha descubierto América, una vida sobre otro plano,
esta vida de la cual tenemos el espejismo en la sangre y que todas las
religiones han prometido sin poder aportar un comienzo de prueba. A
pesar de lo débil que es al presente nuestro cerebro, nos sentimos
algunas veces al borde de los grandes abismos del conocimiento. Un
pequeño empujón podría sumergirnos en ellos. ¿Quién sabe si en los
siglos helados y sombríos que la amenazan, la humanidad no debería a
esta hipertrofia su salud o, al menos, una prórroga a su condenación?
¿Pero quién nos asegura que tal hombre no haya
existido jamás en algún mundo de la eternidad anterior, y, quizás, no
diez, sino cien mil veces más inteligente? Si no hay límites para la
extensión de les cuerpos, ¿por qué ha de haberlos para la del espíritu?
¿Por qué no sería esto posible? Siendo posible, ¿no se puede afirmar que
ha existido? Y si ha existido, ¿es concebible que no haya quedado
huella de él? Y si no ha quedado huella de él, ¿por qué tener esperanza,
o por qué lo que no ha sido o no habrá podido ser, tendría alguna
probabilidad de existir jamás?
Es, por lo demás, probable que este hombre, cien
mil veces más inteligente, columbraría el fin de la tierra, que, para
nosotros, no es más que la muerte; pero el del universo, que no puede
ser la muerte, ¿lo vería? Y este fin, ¿puede existir, puesto que no es
alcanzado? Tal hombre hubiese estado muy cerca de ser Dios, y si Dios
mismo no ha pedido hacer la felicidad de sus criaturas, hay motivo para
creer que esto era imposible, a menos que la única felicidad que se
pueda soportar durante una eternidad no sea la nada o lo que nosotros
llamamos así y que no es otra cosa que la ignorancia, la inconsciencia
absoluta.
He ahí, sin duda, bajo el nombre de absorción en
Dios, el último secreto, el gran secreto de las grandes religiones, el
que ninguna ha confesado, por miedo de arrojar en la desesperación al
hombre, que no comprendería que conservar su conciencia actual tal como
es, hasta el fin de los fines de todos los mundos, sería el más cruel de
todos los castigos.
V
No olvidemos nuestros termes. No se nos diga que la facultad de la
cual hablábamos no la han encontrado en sí mismos, sino que les ha sido
dada o al menos indicada por la naturaleza. En primer lugar, nada
sabemos de esto, y por otra parte, ¿no es casi lo mismo y, a la vez,
nuestro caso? Si el genio de la naturaleza ha podido impulsarles a este
descubrimiento, es que aparentemente le han abierto caminos que nosotros
le hemos cerrado hasta aquí. Todo lo que hemos inventado no ha sido más
que merced a indicaciones suministradas por la naturaleza; pero es
imposible discernir cuál es la parte del hombre y cuál la de la
inteligencia esparcida en el universo (1).
1 -Recordemos aquí, como ya he dicho en El Gran
Secreto, que Ernesto Kapp, en su Filosofía de la Técnica, ha demostrado
perfectamente que todos nuestros inventos, todas nuestras máquinas, no
son más que proyecciones orgánicas, es decir, imitaciones inconscientes
de modelos suministrados por la naturaleza. Nuestras bombas son la bomba
de nuestro corazón; nuestras bielas son la reproducción de nuestras
articulaciones; nuestro aparato fotográfico es la cámara obscura de
nuestro ojo; nuestros aparatos telegráficos representan nuestro sistema
nervioso; en los rayos X reconocemos la propiedad orgánica de la lucidez
del sonámbulo que ve a través de los objetos, que lee, por ejemplo, el
contenido de una carta lacrada y encerrada en una triple caja de metal.
En la telegrafía sin hilos seguimos las indicaciones que nos había dado
la telepatía, es decir, la comunicación directa de un pensamiento, por
medio de ondas espirituales análogas a las ondas hertzianas, y en los
fenómenos de la levitación y de los desplazamientos de objetos sin
contacto (por lo demás discutibles) se encuentra otra indicación de la
cual no hemos sabido sacar partido, y que es de esperar que nos pondría
en el camino del procedimiento que quizás nos permitiría algún día
vencer las terribles leyes de la gravitación que nos encadenan a esta
tierra; porque parece seguro que estas leyes, en lugar de ser, como se
creía, por siempre incomprensibles e impenetrables, son sobre todo
magnéticas, es decir, manejables y utilizables.
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